Vivo en un Poema

Una mujer con la esencia de un ángel erótico abre las puertas.

Los poemas no son ficción.

Son nuestro mejor intento de tocar lo eterno.

De hablarlo. De cantarlo.

Son reales. Algunos de nosotros vivimos en ellos,

en una realidad libre de reglas, de racionalidad, y del mezquino instinto de controlar.

Quienes vivimos en un poema

no jugamos con el fuego divino.

No contamos los minutos que esperamos antes de responder un mensaje.

No acumulamos “te amo” como si fuera moneda.

No elaboramos estrategias para ver quién lo dijo primero.

No estamos aquí para ganar.

Estamos aquí para arder.

Quien se esconde en juegos no es poderoso — tiene miedo.

Quien mide su amor no es astuto — está roto.

Nosotros no.

Estamos tocados por el fuego.

Gritamos nuestro amor desde las azoteas.

Con fiereza.

Sin vergüenza.

Sin miedo a los desafortunados que no pueden amar con tanto calor.

Y si nuestro fuego te quema —

es porque no eres un dragón.

Si nuestro amor te ahoga —

es porque nunca aprendiste a nadar en el océano de Dios.

Y si no puedes igualar nuestra plenitud,

entonces, como escribió Whitman:

Me apartaré de las mujeres impasibles…

Iré a quedarme con la que me espera,

y con aquellas mujeres que son de sangre caliente y suficientes para mí…”

“Te acerco a mí, mujer,

no puedo dejarte ir, te haría bien,

soy para ti, y tú eres para mí…”

Si los juegos te excitan —

si anhelas la negligencia, la distancia, la ilusión de ser “difícil de conseguir” —

si persigues lo “atractivo” por encima de lo sagrado —

entonces no eres para mí.

Y yo no soy para ti.

Aunque duela, querría que te fueras.

Y aun así —

te amaría.

Y te tendría compasión.

Compasión porque el mundo te haya roto tan gravemente,

que confundas manipulación con intimidad,

que nunca te hayan sostenido lo suficiente

para creer que mereces ser amado profundamente,

sin trucos, sin miedo, sin máscaras.

Te amare con lastima. Pero no permitiré que tu y el mundo patologice el amor divino.

No permitiré que etiquetes la pasión de Dios como un “trastorno,”

como si la llama que corre por nosotros fuera una enfermedad,

como si este tipo de amor debiera ser suprimido, regulado,

controlado por la cobarde lógica de las “reglas.”

Si esto es enfermedad, entonces alabado sea.

Déjame morir ebrio de locura divina.

No quiero vivir en el desierto de lo normal.

Siento lástima por los cuerdos.

Les deseo que disfruten sus jaulas ordenadas.

Pero que no se confundan—

no van a ensuciar el Poema Divino.

No mientras yo esté aquí.

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